Se venden palabras

Como sobran palabras, se echa de menos la palabra. No es igual escribir "el tren, ese símbolo del romanticismo perdido, con su humo, ese alma evanescente del viajero, corre por la vía, esa férrea carretera cincelada en la memoria...", rellenando así toda una novela -de las que abundan, tan sobradas de palabras-, a evocar "el silbato lejano de un tren y la nube de humo negro que se desgarra entre los verdes árboles" (Azorín). O como en los ámbitos universitarios, en los que se titularía un libro Ensayo acerca de las nuevas tendencias pictóricas, dramáticas y musicales: (no olviden nunca los dos puntos) una perspectiva filosófica, en lugar de La deshumanización del arte (Ortega). Y las cocinas, donde preparan "calabacín temprano, al aroma de la huerta, sobre lecho de jugo de tomates maduros with an egg on top", en lugar de "pisto" (mi madre).

Son manifestaciones de la misma enfermedad: las palabras en el fondo no importan. Da igual que a un actor se le entienda o no lo que diga; hasta que sea indiferente decir una cosa y su contraria -se imitan con entusiasmo los clubs de debate americanos, para aprender desde jóvenes indiferencia ante la palabra-. Puede uno estar seguro de que las palabras repetidas lo son para terminar de vaciarlas de significado, y después esconder tras su cáscara la exigente y odiada realidad, el "arte", lo "latino", la "violencia", lo "democrático", lo "histórico", lo "nacional", las "tentaciones"... Se renuncia a expresarse correctamente, rellenando los huecos con lenguaje soez y coletillas de ejecutivo, junto con un pensamiento a la altura del hablante. Decae la conversación y desaparece la tertulia. No se distingue una traducción infiel o en pésimo español, y se dejan perder traducciones excelsas a cambio de otras nuevas y peores.

La revolución de los medios de comunicación no puede suplir, tan solo disimular, el desamor traicionero a las que son nuestro principio y nuestro fin: "En el principio era la Palabra", dice San Juan. Tovar recordaba entusiasmado que "los griegos siempre amaron la palabra". No puede ser buen filósofo quien no sea buen filólogo, ni puede concebirse la historia sin la filología. La sobreabundancia disimula la carencia actual de la palabra, aquella en la que va la vida del que la dice, la escucha o la lee ❧

Artículo publicado en ABC el 23 de octubre de 2001 

Antonio Castillo Algarra

Profesor, escritor y productor teatral.

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