Los libros de atrezo

El cine, la televisión, la publicidad inclusive, ilustran la actitud de los hombres hacia los libros; que —sin recurrir a la teoría del conocimiento— empieza en la de aquellos que, sencillamente, no los ven, y acaba con quienes se estremecen de sensualidad intelectual leyendo apologías como esta de Azorín en La voluntad: “Llenan los estantes de oloroso alerce, libros, muchos libros, infinitos libros —libros en amarillo pergamino, libros pardos de jaspeada piel y encerados cantos rojos, enormes infolios de sonadoras hojas, diminutas ediciones de ezelvirianos tipos…”

Los pobres libros de atrezo televisivo padecen la indiferencia de los que saben que su audiencia no los notará. Pero el amigo de los libros que tropieza con una serie de televisión (o la sigue) reconoce en su desamparo volúmenes de obras completas que, por haber sido impresos con menos tinta que dorados, han pasado por la penitencia de una liquidación reciente; y acaban desperdigados, cada uno en un plató, junto a volúmenes también sueltos de la Espasa y novedades de años anteriores.  La publicidad es también impersonal, pero mucho más cuidadosa, y es sabido cuánto agradecen los libros un poco de mimo.

También la profesionalidad les gusta; esta conlleva que el director artístico no verá cada libro pero sí su conjunto, la biblioteca. El cine ha dado esplendorosas; poco leídas, probablemente, pero imponentes, soberbias, acogedoras. Para su película La tapadera, Sydney Pollack mandó organizar una biblioteca de cuarenta mil volúmenes para figurar un despacho de abogados próspero y venal; libros que fueron prestados por una editorial jurídica y requirieron dos días completos del trabajo de diez personas para ser colocados. Libros ilustres convertidos en estrellas de producciones sublimes como La edad de la inocencia, El gatopardo o la biblioteca decimonónica de donde Barbara Stanwyck escogió un par de mamotretos para enamorarse de Gary Cooper y enseñarle lo que es bueno, en Bola de fuego. Al que es algo ratón de biblioteca le consuela —qué digo, le entusiasma— verse convertido en héroe sin renunciar a sus libros.

El nuestro será, por siempre, Henry Higgins en su librería de los estudios Warner, pero esta es de fantasía, como el musical. Nos decepciona saber que los libros se escogieron según el color, si no fuera porque sabemos que en el fondo no están allí para ser leídos, sino para subirse a por uno, abrirlo y consultarlo de soslayo para, acto seguido, arrancarse a cantar.

Tienen encanto los libros de dos escritores de película: Isak Dinesen en Memorias de África, y C. S. Lewis en Tierras de penumbra, instalados los de ambos en decorativas estanterías bajas a modo de friso; también se recuerdan los libros de la emergente y digna burguesía, contrastando con las librerías de una aristocracia desconcertada, en El caso Winslow.

La biblioteca de Lord Darlington en Lo que queda del día va más allá, haciendo honor a las ensoñaciones de Azorín. La película de Ivory logra hacer cine con la complejidad de un intelectual de entreguerras. Lord Darlington es un inglés germanófilo atormentado por las humillaciones que padecen sus amigos (uno en especial) bajo la Paz de Versalles; un caballero de la diplomacia inmerso en ambas condiciones —para él, verdaderas vigencias— que vive sin notar la una —los mil objetos preciosos de su casa—, ni la otra —ha llegado la hora de la realpolitik hecha por profesionales y los alemanes ya no son los nietos de Goethe, sino los cachorros del Führer—; la mansión, de la que cuida Stevens, cuenta con una biblioteca fastuosa, de varias estancias y puertas secretas disimuladas como plúteos pintados llenos de libros; pero uno acaba prefiriendo la biblioteca personal que Lord Darlington atesora en su despacho de trabajo. Allí andarían los Lellineck, Von Hiering, o Kelsen, junto con los viejos Kant y Hegel, su adorado Goethe en primeras ediciones y Schiller, Nietzsche, Schopenhauer, Husserl o Simmel, junto a algunos filósofos nuevos como Heidegger. Quizá, sobre su mesa, un rimero de libros que le traen desasosiego; los comienza a leer y los suelta incomodado, una y otra vez, desde que no hace mucho se los enviasen sus nuevos amigos del partido.

La biblioteca de un hombre; lo que ha llegado a ser y quien aspira a ser, alineados junto a lo que pudo haber sido; cerca de sus tentaciones, todo en un mismo estante.

Esto anda lejos de los libros —a menudo también de atrezo— que afean las costosas estanterías de los hombres más pujantes de nuestro tiempo, ejecutivos, jueces, médicos, donde un par de anaqueles acumulan los últimos acontecimientos editoriales en tapa blanda, tapa dura y dudosa traducción, conviviendo, quizá, con el consuelo que ha traído a la casa la colección de inmortales con que se ha promocionado el diario que suelen comprar.

Al entrar en un hogar, o al asomarse a una pantalla, los libros gritan en un susurro los secretos del alma de sus habitantes. Por eso uno prefiere, a la postre, la biblioteca del convaleciente Huw en ¡Qué verde era mi valle!, donde el chico va reuniendo, según los lee, alineados sobre alféizar interior de su ventana, libros que otro hombre —el señor Gryffyd— le entrega de su mano amiga, recién salidos de sus mejores deseos, empezando por La isla del tesoro. Varios pocos libros vividos.

Incluso un solo libro basta para hacer la librería más encantadora de todo Nuevo York; la de Holly en Desayuno con diamantes, inaugurada cuando ella coloca el único libro publicado por su amigo Paul, en uno de los entrepaños donde hasta entonces solo se había instalado el gato sin nombre. Así recuerdo mi propia biblioteca con su primer libro, tardío, solitario, dubitativo; promesa de nuevos caminos ❧

 

Artículo publicado en Clarín. Revista Nueva de Literatura en mayo-junio 2003 (Año VIII – Nº 45).

Antonio Castillo Algarra

Profesor, escritor y productor teatral.

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