«Harry Potter» para adultos

«Los jóvenes más sabios de hoy», que diría Stevenson, sí tienen ojos para Harry; también los que nunca olvidamos que fuimos niños. Leídos los siete Potter, cabe hacer balance: algo que no ha logrado J. K. Rowling, de la que fingiremos no haber leído el epílogo, lánguido y espurio, del séptimo volumen; si tienen la suerte de no haber visto aún esas páginas, no lo duden, arránquelas —«¡Accio epílogo!», ya saben—, y fuera (de algo nos habían de servir los seis cursos en Hogwarts, más este año forzoso en prácticas).

EN TIERRA DE INFIELES. Intentar hablar de Harry Potter en términos culturales de España recuerda, en modesto, a la posición que como profesor de filosofía ostentaba Ortega en sus comienzos; éste —al principio de las Meditaciones del Quijote— decía hallarse in partibus infidelium, en tierra de infieles.

Ante libros como los de Harry Potter, esos que Ortega llamaba «nuestros almogávares eruditos» suelen responder con indiferencia, disgusto o mofa; pero cabría recordarles algo más de lo que se dice en las Meditaciones: «La tendencia realista es la que necesita más justificación y explicación, es el exemplum crucis de la estética». Al dar a la luz a sus teorías de la perspectiva y de la circunstancia, descubre Ortega que «novela y épica son justamente lo contrario»; el objeto de la segunda es poético por sí mismo; el de la novela no, los tipos cotidianos son prosaicos; le toca al escritor hacer literatura con ellos; donde la épica narra, la novela describe. Mientras el novelista ha de hacer poesía con tipos y hechos sin interés, en la primera «el escritor podía reducir al mínimo su intervención».

VARITA MÁGICA. Ocurre que «es la aventura interesante por sí misma, por su inmanente caprichosidad», como se dice en las Meditaciones. Son los de Harry Potter libros de aventuras, y no novelas; Rowling, de flacas dotes poéticas, es narradora, y pedirle que sea novelista es como querer ponerle una varita mágica en la mano al pobre Pascual Duarte.

De acuerdo, dirá el erudito, pero quién necesita libros de aventuras, teniendo a Cortázar (aunque no se refieran al traductor de Gordon Pym); dejen que Ortega les cuente cómo «la literatura de imaginación prolongará sobre la humanidad hasta el fin de los tiempos el influjo bienhechor de la épica, que fue su madre. Ella duplicará el universo, ellas nos traerán a menudo nuevas de un orbe deleitable, donde, si no continúan habitando los dioses de Homero, gobiernan sus legítimos sucesores. Los dioses significan una dinastía, bajo la cual lo imposible es posible. Donde ellos reinan, lo normal no existe; emana de su trono omnímodo, desorden. La constitución que ha jurado tiene un solo artículo: Se permite la aventura».

Aventuras de Potter que comenzaron a publicarse hace ahora once años; según la leyenda editorial, de la pluma de una escritora a la que no le quedaban en la vida más que los restos de una familia, el dinero para un café, y la historia de un niño que salió vivo del ataque del Señor Oscuro, y que empezaba así: «Mr and Mrs Dursley, of number four, Private Drive, were proud to say that they were perfectly normal, thank you very much». «Pues faltaría más…». Harry escapa de las garras del mal, para acabar en esas pringosas de la gente que, ante todo, se precia de ser lo más normal.

También Rowling acaba en manos de traductores que escriben —como tantos otros que traducen del inglés, sean libros, películas o series— en español infestado de sintaxis y giros sajones, vacilante y menesteroso, sin que académicos ni educadores parezcan preocuparse lo más mínimo.

¿A LA ALTURA DE DICKENS? Aquella inédita escritora pergeñando su libro al amparo de una misma taza de café cada mañana ha terminado superando el éxito del mismo Dickens (no su prestigio, claro). ¿Puede compararse algún instituto de la lengua, o council, al efecto Potter y la muchedumbre de españoles, holandeses, alemanes —e incluso algún francés— que lo han leído en inglés? Al principio los adultos ponían la excusa de leerlo por practicar idiomas o vigilar lo que leían sus hijos; ya no se molestan en disimular. ¿Y los chicos? Los que leen llevan al menos siete libros sólo de Potter.

«Literatura de supermercado; destructora de la alta cultura», dicen algunos, quizá con su mejor intención. Habría que peguntarle al propio Cervantes, a ver qué contestaba; él nos dejó un hijo póstumo en el que un tal Persiles quedaba ensartado en una espada al caer desde un campanario, para acabar sano e igual de hermoso al poco tiempo, gracias a los cuidados de la no menos hermosa Sigismunda. Recuerda Ortega que en el Persiles «Cervantes quiso la inverosimilitud, como tal inverosimilitud»; era precisamente el autor que acababa de concebir la novela moderna, contra los libros de caballerías.

Las Meditaciones del Quijote son el informe médico de aquel parto; nos explican que la novela consiste precisamente en la destrucción del mito, y en contarnos cómo éste cae. Frente a la mirada rectilínea, ingenua, de la épica, la mirada oblicua del novelista, que no ve lo que el héroe y su afán tiene de aventurero o de trágico, sino de patético y cómico. Pero esto significa —aclara Ortega— que la novela requiere de la existencia previa del mito de cuya destrucción da cuenta o en cuya crítica consiste. El Quijote, aunque solo sea en los humores del hidalgo, «lleva dentro de sí infartada la aventura».

Pero resulta que el caso de Harry Potter es el contrario. Se ha repetido lo que Harry tiene de mestizo: los huérfanos de Dickens; los mundos de Narnia; las leyendas celtas; la novela juvenil de tradición inglesa. Pero si en Narnia ambos mundos se hacen poco caso, en Potter conviven y chirrían; en dos sentidos: en el mundo escolar de Hogwarts, el Ministerio de la Magia o la «pureza de sangre» tienen de parodia del mundo ordinario; y en que Rowling dirige esa oblicua mirada de la que hablaba Ortega, precisamente, contra el mundo real —el realismo—, con desprecio bautizado por magos y brujas con el sobrenombre de muggle; hay, pues, el proceso inverso al de la novela realista; y funciona, gracias a que Rowling deja pasar «una corriente de aire alucinado que arrastra consigo cuanto no está muy firme sobre la tierra —como dice Ortega en las Meditaciones. Y allá irá siempre en su seguimiento cuanto quede en el mundo de ingenuo y de doliente».

«EN EL MUNDO DE LOS VIVOS». ¿Ingenuo? Entiéndase bien, como noble y dispuesto a creer que no es real sólo aquello que se ve. Éste, que la imaginación no es menos parte de la realidad que lo que se puede tocar, es un de los muchos mensajes del último Potter. Además, es una ingenuidad bastante lúbrica la de estos Harry, Hermione y Ron (incluso Ginny) de diecisiete años. Es mérito de Rowling haber ido aprendiendo a tratar con personajes y lectores mientras unos y otros se hacían mayores, hasta poder llegar a decirles en Las reliquias de la muerte cosas como ésta: «… acepta que tiene que morir, y comprende que en el mundo de los vivos hay cosas muchísimo peores que morirse». Sin olvidar la moraleja de su historia, que «los cuentos para niños, el amor, la lealtad y la inocencia tienen poder más allá de lo que está al alcance de magia alguna».

No es lo peor que pueden leer los chicos, ni los mayores. «Porque todos llevamos dentro como el muñón de un héroe», dice, hacia el final de las Meditaciones, Ortega; quien años después escribiría: «Somos poco leales con nosotros mismos y gravemente ingratos con nuestro niño interior. Él es quien empuja nuestros días, llenos de desazón y de insuficiencia, con aliento caliente de sus fantásticas esperanzas… Sólo vivimos verdaderamente las horas que él logra vivir». En estos once años, Harry Potter ha sido el héroe que ha rescatado, de donde la tuviesen encerrada, la literatura de aventuras; no por casualidad ha sido de nuevo un británico el que, más arrojado que exquisito, nos ha devuelto la magia de aquella tierra de aventureros donde es asunto tan egregio esto de ser niño ❧

Artículo publicado en ABCD, las Artes y las Letras, la semana del 23 al 29 de febrero de 2008 (número 838).

Antonio Castillo Algarra

Profesor, escritor y productor teatral.

TWITTER

Anterior
Anterior

La nobleza española y los bailes populares en los siglos XVI y XVII

Siguiente
Siguiente

Perderse por no perder