¿Han perdido la memoria en el Museo del Prado?

Alguien llevaba décadas intentando colar el término “memoria” en la historia oficial del Museo del Prado: el profesor Javier Portús, quien en 1998, durante las conmemoraciones del centenario de Felipe II, mostraba sus compungidas reservas, no fuera a ser que al público general le quedara sensación de “apología” del Rey Prudente, y hoy es responsable de la exposición que conmemora los doscientos años del museo.

No es que los términos “memoria colectiva” y “memoria histórica” no fueran necesarios y estimables, es que se los han apropiado los hijos y nietos del mayo del 68, que han dictaminado la muerte del hombre y de su historia, hasta la suplantación de esta última por un engendro que para este doble centenario del Museo del Prado ha quedado en el desmedrado y anglomorfo solecismo “Un lugar de memoria”; de dicha ocurrencia cabe decir, parafraseando a Ortega, que “lo que hay en ella de razón no es histórico, y lo que hay de histórico, no es racional”. Nuestra memoria histórica debería ser “la conciencia de nuestra continuidad secular”, que nos salve de ser “hospicianos que no sabemos fijo quienes somos” –por recurrir de nuevo a Ortega–; pero se la sustituye por un subproducto del revisionismo histórico de los ochenta, hijo del pseudo-marxismo del 68, que consiste en un “relato” que “no procede de nadie pero es de todos”, que por lo tanto “hay que valorar y tratar con especial respeto”, “ya se trate de un pasado real o imaginario”. En fin, el parásito que hoy vive en la carcasa monda de la “memoria histórica” es tan científico como la perseguida homeopatía, y –otra de las muchas contradicciones de estos retoños sesentaiocheros– es abrazado con arrebato místico por los mismos que apostatan de esta por “pseudo-ciencia”.

Ahí teníamos a nuestro Rey, que para algo lo es de todos, repitiendo el estribillo de “lugar de memoria”, aunque –siempre inteligente– no dejara de recordar el papel de sus antepasados, gracias a los cuales España cuenta con el mejor museo de pintura del mundo. Al contrario que el espíritu y la letra de la exposición conmemorativa del anafórico Portús, destinada a “explicar cómo, a consecuencia de acontecimientos sociales y políticos, una colección privada concebida para deleite de unos pocos acabó convirtiéndose en la principal institución cultural de todos los españoles”. A esto contestaremos lo que el Quijote: “te desmiento y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares y lo dijeres”. Como para estas hordas académicas, el mundo y España nacen con el siglo XIX, es con “la política patrimonial de la Ilustración cuando se dan los primeros pasos tendentes al establecimiento de un inventario de la riqueza patrimonial del país”.  

Lo más grave, no obstante, es lo que la conmemoración y Portús callan: que no hay Museo del Prado sin cada uno de los Reyes de España, gracias al “interés que sintieron prácticamente todos los Monarcas en coleccionar obras de arte” (como escribía Pita Andrade); especialmente, como veremos, algunos. Todo se quiere resolver con una desganada y furtiva mención a las “Colecciones Reales”, luego desprestigiadas por las palabras que acabamos de reproducir: “colección privada para el deleite de unos pocos”, y nada más. No fueron “acontecimientos” ni colectividades, fueron hombres y mujeres concretas. Sólo a uno de ellos se refiere Portús en su larga conferencia sobre el bicentenario, a Felipe II, como “una de las figuras emblemáticas del Régimen (franquista), que forma parte del horizonte político fundamental de Franco”. Eso es lo único que tiene que decir desde el sitio que existe gracias, en gran medida, al que en su tiempo llamaron “nuevo Salomón”, del que el profesor Brown escribe que “no cabe duda alguna de que Felipe II fue el más grande mecenas de la segunda mitad del XVI (...), uno de los más inteligentes y originales de toda la historia”, de tal importancia para “la historia del arte europeo”, que acuña el término de “la revolución de Felipe II”; otro extranjero, Justi, en 1881, llamó al Rey que inventara la burocracia moderna “amigo del Arte”; así se recoge en el prólogo de la magna obra del profesor Fernando Checa: Felipe II, Mecenas de las Artes, que atribuye al Monarca la invención de un nuevo lenguaje artístico, y del que dice que sentía “pasión por los jardines y la naturaleza”, como González de Amezúa lo llamara “Rey antófilo”, extremos que vienen muy al caso en estos tiempos de preocupación medioambiental. Pues bien, el mismo que mostrara sus reparos a que se hiciera “apología” de Felipe II en los noventa, ahora ningunea a todos los Reyes de España y, si los nombra, es para demonizarlos con recursos manidos.

No se extrañe nadie, no, que el único año de bachillerato en el que el estudio de la Historia es obligatorio, se estudie la de España reducida a unos “epígrafes” de unas pocas líneas tuiteras (antes llamadas “telegráficas”), desde la prehistoria hasta el siglo XVIII inclusive, todo por igual; para después explayarse en los confusos y a menudo terribles siglos XIX y XX. ¿Cabe que los jóvenes se hagan una idea de España mínimamente cabal y justa? Tampoco la tienen nuestros mayores: el ex-ministro Eduardo Serra, queriendo defender a Don Juan Carlos, escribió hace unos años en ABC que el Rey de la Transición merecía estar “en la vitrina de los mejores reyes de España (por desgracia, no muchos)”. ¿Qué cabe esperar tras décadas de libros escolares que despachan con cuatro vituperios a los que llaman Austrias “menores”? Es una burda mentira. Justo ahora, cuando una nueva oleada de españolismo casticista quiere hacer presa en españoles hartos de oír que no valen nada, cuando a izquierda y derecha se encuentran los jóvenes con fraudes históricos de los que se avergüenzan de ser españoles o de los que quieren serlo a ciegas, no podría haber sido más oportuno recordar que el Prado era “un reflejo del gusto de los monarcas españoles que rigieron los destinos de Europa durante los siglos XVI y XVII”, como escribían, aún olvidándose de América, Consuelo Luca de Tena y Manuela Mena, antes de que esta última se apuntara a lo que tantos: el oportunista desprecio de los Reyes de España o cualquier otra tendencia que dé titulares, aceptación y cargos. Pero si hoy se discute si conservar o sustituir la Monarquía, convendría, más que nunca, conocer sus frutos, ¿o es precisamente lo que se pretende: ocultarlos y ensuciar aquellos que, de puro impresionantes, no quepa esconder?

Hay una preciosa conferencia del egregio Gonzalo Anes, disponible en la red, en la que se da cuenta y razón de cómo desde los Reyes Católicos hasta Isabel II, los Reyes de España hicieron ímprobos esfuerzos y llevaron a cabo políticas llenas de aciertos para que contásemos con lo mejor de la pintura española e internacional. Inquieta ver cómo los del “lugar de memoria” abogan por un museo “nacional”, cuando esos cuadros y esculturas proceden de la Monarquía católica: esto es, universal, con un proyecto que abarcaba a toda la cristiandad, por no hablar de la maravilla artística de los hoy preteridos Virreinatos; que se lo dijeran a la Reina Cristina de Suecia, cuando debió decidir el destino de su colección de esculturas; o baste recordar cómo se rescataron los cuadros del decapitado Carlos I de Inglaterra, vendidos en almoneda por Cromwell, el fanático puritano que llegó a prohibir la Navidad. ¿Cómo explicar a las nuevas generaciones –y a sus padres y abuelos– que hablar de España es hablar de la Historia Universal del Arte, la misma que ha desaparecido de los planes educativos, hasta el punto de que la mayoría de los Arquitectos llega a la correspondiente escuela sin haber estudiado un solo año de Historia del Arte?

La conferencia del profesor Anes resulta especialmente interesante porque analiza el legado de los Reyes desde el punto de vista económico: el que fuera director de la Real Academia de la Historia emprendió la de nuestra Economía. Ni un solo Rey ni Reina dejó de contribuir a este legado: acabamos de ver recuperado al Bartolomé Bermejo de la Reina Católica; Carlos V nos dejó su amistad con Tiziano; Felipe II, a Moro, Sánchez Coello, el Bosco..., sin olvidarnos del papel de María de Hungría; el gran coleccionista que fue Felipe III, y lo que hicieron por las artes los denostados (por los que no saben ni quieren saber) validos: Lerma y el Conde-duque; Rubens en la Corte; la defensa que hizo el no bien ponderado Carlos II del patrimonio pictórico español, o la labor de Luca Giordano durante su reinado; luego los borbones, Felipe V, con Poussin, Isabel Farnesio y Murillo; Fernando VI y Carlos III nos dan a Corrado Giaquinto, Tiepolo, Mengs; Carlos IV y María Luisa nos regalan a Goya... Junto a la pintura, la música (en 2011, The Sixteen, celebraron el centenario de Tomás Luis de Victoria en San Antonio de los Alemanes, ¿cuántos españoles conocen al músico más importante del Renacimiento tras Palestrina?), el teatro, la arquitectura, los jardines, la escultura, la literatura, sin que puedan entenderse unas artes sin las otras.

Me he dejado a drede al más canallescamente ninguneado en los doscientos años del Museo del Prado, al Rey Planeta, que llaman “menor” los que no han visto ni chisporrotear la llama del Arte en sus vidas; sobre él y su pintor, lean a Pérez Sánchez, a Elliot, a Lafuente Ferrari, de nuevo a Ortega, o vayan a hacerles una visita, ¿cuánto hace que no echan la tarde con esos dos hombres a los que deben tanto? Sépanlo todos: sin Felipe IV no hay Velázquez y sin Velázquez no hay Museo del Prado ❧

Artículo publicado en CLAVES en marzo-abril de 2019 (número 263)

Antonio Castillo Algarra

Profesor, escritor y productor teatral.

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