De género

Viajo románticamente en mi vagón del tren Talgo, con un ojo en el paisaje castellano y el otro, como camaleón, en mi circunstancial compañera de viaje. Le ha tocado sentarse junto a mí a una señora en la prolongada –mucho más de diez años– franja de los cuarenta años, de gesto decidido y no fea. Tras acomodarse y trastear en su maldito móvil, mi vecina coge un maletín, a juego con su formal atuendo, del que saca un largo escrito y comienza a trabajar en él. Si los teléfonos lo permiten, en el tren se lee, piensa y escribe muy a gusto.

Curioseo, y deduzco que se trata de una profesora, quizá catedrática universitaria. Lo que lee, subraya y corrige es el texto de una conferencia que pronunciará ella misma en alguna universidad andaluza. Qué grata compañía, qué prometedora vecindad de tren…, si la universidad no fuera un solar de derribo.

La conferencia de mi conviajera no es sino una comunicación, con suerte una ponencia; no la pronunciará, sino que piensa dormir a su ya de sí desmotivado –aunque nada desinteresado– público, leyéndola. Pero lo que acapara mi atención es el título altisonante, burocrático y críptico, como los que ahora se usan en círculos universitarios, un título de esos que responden a una estructura fija, más o menos así: una frase da el tono –«sincretización mediática de la curriculación…», por ejemplo–; dos puntos (siempre, siempre dos puntos); seguidos del colofón que rezará «una perspectiva…», y seis o doce palabras más. Lo bueno de estos títulos es que se ahorra uno la conferencia, que es de lo que se trata, porque el ponente sólo busca sumar «publicaciones» cuando aquello sea sepultado por las actas congresuales; y el asistente, mejor que oyente, sólo busca «los puntos» que su asistencia o el diploma le proporcionarán.

Digresiones aparte, veo que el título de la ponencia que corrige mi vecina de tren, incluye una locución que en los últimos meses, poco más de un año, ha hecho fortuna en ámbitos universitarios –que no académicos–: «de género». Digámoslo valerosamente, aunque con miedo, dicha locución ha hecho su fortuna entre el personal universitario femenino, o, por mejor decir, feminista. El feminismo, cuando se topa con él, es como la Iglesia en otros tiempos, y no parece que le vaya a llegar pronto su Vaticano II.

Se habla, en fin, y se escribe «violencia de género», ante la que hay que tomar «conciencia de género», mientras que en los periódicos se llama a lo mismo «violencia doméstica».

Algunos periodistas y muchos profesores universitarios debieran amar más las palabras. Éstas sí tienen género, y serán masculinas o femeninas y, algunas, neutras; género, significa también clase o tipo o grupo al que pueden pertenecer las personas, pero no que éstas sean de un sexo o de otro; y la locución adjetiva «de género», nombra las obras artísticas costumbristas o las películas que se adscriben a un tema o circunstancia, y a sus autores. El ni tan siquiera eufemismo «de género», para referirse a los hombres que amenazan o pegan o matan a sus esposas, novias o amantes, es una superchería universitaria de tantas, que sólo pretende condenar ciertas palabras y su significado, y, al mismo tiempo, acorazar otras.

Si un hombre mata a su mujer o nova o amante por celos, no la mata porque sea mujer, ni por vivir en el ámbito doméstico, la mata por la loca pasión de los celos; ha sido siempre así, y es, un crimen pasional.

Pero las pasiones deber ser salvadas de toda crítica; al igual que las palabras «sexo» o «sexual». Si un hombre mata a su amante, en ocasiones podrá hablarse de un crimen sexual. Pero lo que en realidad se busca es proteger esos conceptos, y condenar a la confusión y a la sospecha de aquellos que tengan que ver con la distinción entre hombre y mujeres, o con lo doméstico, con el hogar.

De paso le dan unas patadas al idioma, ¿por qué no usan el adjetivo «genérico», al menos? La confusión aumenta porque nos preguntamos si toda violencia es siempre ilegítima (un policía o un militar pueden usar la violencia legítimamente), ¿por qué no hablar de agresión, crimen, delito, y no cándidamente de «violencia»? La intención es clara y las mentes turbias.

Esto ocurre en los aledaños del, a decir de Simmel, «vacilante concepto de la Sociología», que él quiso apuntalar. Ahora parecen empecinados en tirárselo; el método: termitas, que con su ignorancia, sus miserias humanas, y su infestación de política y utilitarismo, pretenden reducir a polvo los tiernos puntales del armazón intelectual, siempre en construcción.

Sociología sin Historia, sin Filosofía, de la fue esqueje. ¡A mí la profesora doña Adela Cortina!, que nos salve de este venenoso «de género», con autoridad, mucho más alta que la de quien esto firma. Éste desea hacer sólo la última precisión mientras contempla ya más sosegadamente, casi con lástima, a su compañera de tren: vacilo al buscar las palabras suficientes y necesarias para describir al hombre que traiciona el amor de una mujer, cobarde y alevosamente le grita, le insulta o le hace algún daño físico, y la destierra al miedo. Creo que bastará decir que deja entonces de ser hombre. (Precisamente –es curioso– ocurre lo contrario de lo que esa definición «de género» pretende decir: que el hombre maltrata a la mujer porque es un hombre). Deja de ser hombre, digo, y con ello de ser persona, sembrando así la destrucción en las vidas de todos los que le quieren o están a su cargo. Es demasiado trágico y difícil de resolver, como dejarlo en mano de universitarios del género tonto ❧

Artículo publicado en ABC el 22 de noviembre de 2000

Antonio Castillo Algarra

Profesor, escritor y productor teatral.

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