CELA, en un libro
Es difícil elegir entre Viaje a la Alcarria y sus Memorias (en dos partes: La rosa y Memorias, entendimientos y voluntades), pero estaría la cosa entre esos dos.
El primero es un libro de un viaje en el que Cela sale de una torre que sigue ahí hoy en día, con su placa y todo, en la calle Pintor Rosales de Madrid, y sale a caminar por lo que los cursis llaman desde hace poco «la España vaciada», cuando, en 1948, nadie por esos lares había oído hablar de la que luego sería primera industrial nacional: el turismo. Ahí está el mejor Cela.
Pero todo Cela se encuentra solo en sus Memorias, tanto el don Camilo que durante década de 1970 escandalizaba a los pacatos que ya empezaban a ser legión dispuestos a tomar el poder, reconvertidos de franquistas en modernas, con su historia televisiva de El Cipote de Archidona, y otras gracias escatológicas; como el Cela más auténtico, que él mismo acierta a retratar: «…yo era débil, muy débil y sentimental»; el que adoraba a su madre inglesa que se mezclaba con su sangre gallega; el que solo encontró el amor una vez: aquella chica –ambos aún adolescentes– que al verla morir, destrozada por un obús, en la calle San Bernardo, en Madrid, durante la Guerra civil, le inspiró su primer y último libro de versos. Aquel joven larguirucho, atildado y tímido que, en el fondo, nunca dejó de ser, dedicó en sus Memorias estas palabras a los que vinieron de otros países a luchar a España: «…los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro…».